El 28 de abril de 2025, España vivió el apagón eléctrico más grave de su historia reciente. A las 12:33 horas, un fallo súbito en la red eléctrica dejó sin suministro a toda la península ibérica y partes del sur de Francia. La pérdida de 15 gigavatios en apenas cinco segundos provocó la desconexión automática de la red española del sistema europeo, generando un “cero energético” que paralizó el país durante horas.
Este evento dejó a millones de personas sin electricidad, afectando gravemente a las telecomunicaciones, el transporte público, los aeropuertos y los sistemas de pago en todo el territorio. Aunque en varias ciudades del norte de España el suministro se recuperó progresivamente durante la tarde, grandes urbes como Sevilla, Barcelona y Pamplona permanecieron sin luz durante horas.
El apagón nos dejó una lección tan clara como a menudo olvidada: en momentos de alta incertidumbre, la resiliencia no depende de nuestra sofisticación tecnológica, sino de nuestra capacidad para adaptarnos a lo esencial.
Durante años hemos avanzado hacia una sociedad cada vez más digitalizada. Pagos móviles, transferencias instantáneas, billeteras electrónicas y banca online se han convertido en parte de nuestra vida diaria. Sin embargo, la confianza casi ciega en la infraestructura digital nos hizo vulnerables. Ayer, cuando de un momento a otro la electricidad falló y las redes de comunicación se cayeron, recordamos —de la forma más abrupta— que nuestra moderna forma de vida tiene pies de barro cuando falta lo más básico.
En este contexto, contar con una reserva de dinero en efectivo, se revela como un acto de prudencia más que de nostalgia. La diversificación financiera no solo implica tener inversiones en distintos activos, sino también asegurar que parte de nuestro patrimonio esté disponible de forma inmediata, tangible y fuera de los circuitos digitales. El efectivo, en escenarios de caos, no depende de baterías cargadas, de conexión a redes o de validaciones online: es, simplemente, un instrumento de valor inmediato.
La jornada de ayer puso también en el centro del debate la importancia de los cajeros automáticos como infraestructura crítica. Un cajero disponible y operativo no solo representa la posibilidad de acceder a efectivo cuando todo lo demás falla: representa tranquilidad, acceso a bienes básicos y una forma de preservar la dignidad individual ante la incertidumbre. Una vez más, garantizar la accesibilidad de los cajeros para toda la población, en ciudades grandes, pequeños pueblos y zonas rurales, debería ser considerado un servicio esencial.
Es previsible que, tras lo vivido, la demanda de efectivo crezca en los próximos meses. Ya ocurrió en otras crisis: tras un primer impacto, los ciudadanos buscan mecanismos de seguridad que les permitan estar preparados ante nuevas interrupciones.
Sin embargo, también sabemos que la memoria es frágil. Cuando la normalidad regrese, cuando las redes se estabilicen y los titulares dejen de hablar de apagones, volveremos a abrazar la comodidad digital y a relegar el efectivo a un rincón olvidado de nuestras vidas. Al igual que las radios a pilas.
Y, sin embargo, deberíamos aprender. La verdadera modernidad no es confiar ciegamente en un único sistema, sino construir una sociedad capaz de funcionar incluso cuando lo improbable sucede. El efectivo es una red de seguridad. Y los cajeros automáticos, son hoy un pilar para asegurar que, pase lo que pase, todos podamos seguir adelante.
En un mundo cada vez más incierto, donde la tecnología es a la vez aliada y talón de Aquiles, diversificar no es solo inteligente: es imprescindible.